Fernando Gil Villa


1996. "La tormenta". Antología Bilaketa de narrativa. Aoiz

2008. "Zaragoza, isla de cíclopes". Acercando orillas. Historias de vida. IV Concurso de Narrativa sobre experiencias migratorias en Zaragoza. Zaragoza.

2012. Sociedad en crisis, puro cuento. Chiado.

2023. Viaje al fondo de Venecia. Revista Crisopeya, nº. 9 (año III), pp.: 13-23 (acceso abierto)


Superman a mi pesar

 

Vivo donde nunca miras,

justo al otro lado de la ciudad (…) donde

acaban tus sueños y la realidad se graba a fuego.

(Tako: La pensión de las aceras)

 

 

Tengo un problema: no me puedo suicidar.

Si intento cortarme las venas, la hoja de acero se transforma en un inofensivo haz de luz brillante y azulada. Si pretendo atravesarme el pecho, el resultado es el mismo. También me he llegado a tirar por un puente. En este caso me despierto ligeramente aturdido.

Lo descubrí como quien dice, hace tres días cuando mi vida dejó de tener sentido repentinamente. Lo perdí todo: el trabajo, la casa y hasta a mi mujer.

Mi padre siempre decía que lo más importante en la vida es tener un techo. Mi madre apostillaba que la segunda cosa más importante era tener una mujer, porque no está hecho el hombre para vivir solo, y citaba la Biblia. Yo tuve las dos cosas pero las perdí de golpe, algo que también te puede pasar según la Biblia. Sin embargo, no me pude consolar diciéndoselo a mi madre porque para entonces también la había perdido a ella, igual que a mi padre.

Huí de aquella pequeña ciudad como de la peste. Creí que en Madrid encontraría un nuevo trabajo, pero no fue así, y cuando ya no pude pagar la pensión acudí a los albergues y comedores de caridad.

No aguanté ni una semana.

Puedo aceptar ser un miserable pero no formar parte de un ejército de miserables, de esa pléyade aborrecible de zombis que se acercan como perros sumisos a que les acaricien las monjas y los funcionarios municipales. Maldita sea, la dignidad es lo único que me queda.

Así que cambié de tercio y me convertí en un sin techo. Fue una fría tarde de noviembre. Había estado vagado todo el día de obra en obra, sin ningún resultado, y estaba hecho polvo. Crucé la autopista por un túnel subterráneo y topé con un viejo envuelto en una madeja de cartones escuchando un transistor. Parecía sentirse muy cómodo allá adentro. Con aquellas barbas y aquella sonrisa bonachona, su rostro, iluminado por la hoguera que tenía al lado, le daba el aspecto de un rey estrafalario y feliz. Me quedé observándolo un momento y él me guiñó un ojo ofreciéndome la botella de Whisky que llevaba en la mano.

Se llama Rufus y ahora es mi amigo, mi túnel-mate. Con él he aprendido a relativizar algo las cosas. La verdad es que no me esperaba conocer a alguien tan positivo en esas circunstancias. Dice que somos indios, nómadas, los herederos de una antiquísima y trascendental cultura que, gracias a nosotros, no se extingue. Cuenta que formamos parte de una gran estirpe de filósofos, porque somos los que más tiempo dedicamos a meditar sobre los intríngulis de la vida, y porque uno de los fundadores de la tribu sin techo fue el famoso Diógenes, el cual, a pesar de vivir en un tonel roto, tirado en medio de la calle, llegó a recibir la visita del mismísimo Alejandro Magno. Éste le admiraba tanto que le dijo que le pidiera lo que quisiera. “¿De verdad puedo pedirte lo que quiera?”, le preguntó Diógenes con una sonrisa de pícaro. “Lo que quieras”, insistió el emperador. “Entonces te pido que te apartes, que me estás tapando el sol”. “¡Ja, ja, ja!”, se ríe Rufus a carcajadas siempre que lo cuenta.

De todas formas, a mi amigo no le gusta que nos llamen sin techo. Dice que no se ajusta a la realidad, porque bien pensado sí que tenemos techo, y no uno, sino tres: uno de cartón y de papel –un material excelente para combatir el frío, amén de ecológico-, uno de cemento -el del túnel-, y uno natural –el firmamento-. El que no se consuela es porque no quiere.

Yo le agradezco sinceramente sus ánimos y reconozco que le he llegado a tener aprecio, incluso cariño, pero no ha logrado contagiarme su optimismo. Sigo empeñado en buscar trabajo y recorro como alma en pena todas las obras de Madrid. Por desgracia, los capataces parecen preferir a los inmigrantes jóvenes y fuertes.

Si al menos pudiera desconectar y acostumbrarme a poner la gorra, como hace Rufus…, pero no hay manera, es algo superior a mí, cada vez que pido limosna me entran unos sudores fríos que es que me pongo a morir.

Por esa razón decidí acabar con todo de una vez quitándome de en medio. Primero con un cuchillo y luego aventándome desde arriba una madrugada que no podía dormir. Fue entonces cuando descubrí mi extraordinaria condición…, iba a decir, INHUMANA.

Sin embargo, soy completamente mortal. Después de muchas pruebas he llegado a la conclusión de que puedo morir pero siempre que no se deba a un acto voluntario. Siento el dolor y hasta sangro igual que los demás cuando, por ejemplo, me muerde una rata, como ocurrió hace poco. Al ver, horas después, que la herida se hinchaba y se ponía fea, pensé que esa era mi oportunidad y la restregué en un charco inmundo donde había visto orinar al perro de Rufus. Pues bien, al día siguiente la herida había desaparecido como por arte de magia. En otra ocasión, aprovechando que mi viejo amigo dormía la mona, le puse un cuchillo entre las manos y me abalancé sobre él. ¿Y qué paso? Que el metal se convirtió en un rayito de luz azul. ¡Hasta cosquillas me hizo!. O sea, que no basta con que otra mano ejecute la sentencia, seguramente tiene que concurrir, además, el azar.

No le he dicho a nadie lo que me pasa, excepto a Rufus, que no le da importancia. Dice que en nuestra situación es normal tener alucinaciones, sobre todo si bebes más de la cuenta. Desde luego no voy a hacerlo público porque no quiero convertirme en una rata de laboratorio. Si la sociedad me ha dejado tirado no se merece que le preste mi cuerpo para que lo estudie. Prefiero llevar mi secreto a la tumba. Eso si es que consigo que me maten por accidente.

El viernes pasado faltó un pelo…

Unos peones me dijeron que necesitaban gente, que volviera al final de la tarde para hablar con el capataz. Eso hice, pero el tipo no apareció, le había surgido un contratiempo y avisó que se acercaría al día siguiente por la mañana. El chico con el que hablé era un marroquí muy simpático. Le di las gracias mientras miraba de reojo uno de los contenedores que usaban para arrojar la basura. Estaba lleno de planchas de corcho reluciente y cartones, así que pensé que aquel sería un buen sitio para pasar la noche. Merodeé hasta que se marcharon todos y me acomodé discretamente en un rincón al abrigo del viento. Hice un poco de fuego, me comí medio bocata que llevaba en el bolsillo y enseguida me quedé dormido.

Pero a media noche me despertaron unos gritos que llegaban de lo alto. Parecía una fiesta. Intenté hacer caso omiso y seguir durmiendo pero el esqueleto de hormigón del edificio amplificaba los sonidos de una manera tan espantosa que me levanté para averiguar de dónde procedían.

Encontré una escalera. Había que subirla lentamente porque los peldaños estaban llenos de pegotes de cemento y no habían hecho todavía el pasamanos. Una luna casi llena proyectaba las sombras de los pilares sobre un suelo áspero, a medio hacer.

Hice un alto. Dudé un momento si volver sobre mis pasos, pero finalmente seguí adelante y alcancé la última planta. En aquella falsa azotea la luz natural se deslizaba como en una rampa de lanzamiento inacabada y solitaria. Las columnas, como si fueran árboles que no consiguen crecer en las alturas de un páramo infernal, parecían macabros muñones apuntando al cielo sus huesos descarnados de hierro forjado. Un conjunto de rostros sorprendidos me observaba con la boca abierta. Pertenecían a cuatro adolescentes vestidos con vaqueros y camisetas de manga corta a pesar del frío. Un hombre calvo se abrió paso entre ellos y con una falsa sonrisa me dijo:

-Vaya, no esperábamos invitados. 

-¿Qué hacen aquí? –le pregunté echando un vistazo alrededor, como si mis ojos buscaran la respuesta por adelantado.

-Verá –carraspeó-, es que estamos en clase de educación física. Un experimento de innovación pedagógica, ¿entiende usted? –añadió mirándome de arriba abajo y saboreando la palabra “usted” con ironía.

Pese a aquel gesto despectivo, debí de parecerle merecedor de una explicación porque me soltó un rollo sobre su forma de entender la educación. Según él, los españoles somos campeones en fracaso escolar debido a que los métodos de enseñanza no han cambiado un ápice en doscientos años. La única forma de mejorar esa situación sería llevar la educación a la calle, liberarla de la jaula de oro de la cultura libresca. ¿Y cómo se hace eso? Pues metiéndola en otra jaula, pero fea, gris y peligrosa, como la de ese edificio en ciernes; es decir,  inyectándole una buena dosis de riesgo.

-Hoy en día –continuó- nuestros chicos viven en un mundo de algodones. Se lo damos todo hecho, con lo cual se hacen débiles y cobardes, hipocondríacos. Pero por otro lado, vivimos en un mundo más competitivo que nunca y cada vez es más fácil caer en la exclusión social.

En este punto me miró como si yo fuera una prueba palpable de sus argumentos. La conclusión era evidente: la nueva educación debía basarse en luchar contra el miedo.

Se puso a citar a algunos autores y a mí se me abrió la boca. Entonces interrumpió su perorata y me ofreció un trago de aguardiente caliente con una sonrisa. Aquella queimada olía bien, y a fe mía que habían hecho una buena cantidad, a juzgar por el tamaño de la olla que reposaba en un conjunto deshilachado de brasas.

-Está buena –observé reconfortado.

-Permítame que le haga una demostración práctica de mi fórmula educacional –dijo tirándome de la manga para que le siguiera.

Caminamos unos metros hasta llegar a una brecha que partía en dos el edificio. En medio de ambas masas de hormigón se agitaba un precipicio oscuro como boca de lobo. Después de invitarme a que asomara prosiguió:

-Hemos medido el salto y colocado colchonetas en los bordes. Lo que va a presenciar ahora es un milagro. Estos chicos sacaban las peores notas del instituto. La orientadora se sentía incapaz de ayudarlos, así que les cogí yo y les apliqué mi fórmula de alcohol, música máquina y poesía, aderezada con una pizca de filosofía nietzschiana de mi propia cosecha, ¡ja, ja, ja!

Les eché una mirada. Parecían muy contentos, agitándose al lado de algún aparato de música oculto entre las sombras. De vez en cuando, se acercaban a la cazuela y se servían. Acto seguido eructaban, soltaban una carcajada y gesticulaban como posesos, intentando tocarse la punta de los pies con las piernas rectas o dando volteretas laterales al ritmo de la melodía.

Estaba bebiendo despacito mi ración de aguardiente de orujo, contemplando atónito aquel espectáculo, cuando el profesor sacó de repente un silbato y se lo llevó a la boca. Al oírlo, los cuatro alumnos dejaron los vasos en el suelo y se dirigieron en un trote ordenado hacia una línea de tiza que había sido dibujada en el suelo. Después respiraron y flexionaron sus cuerpos adoptando la actitud de los corredores.

-¿Preparados? –gritó a mi lado el profesor.

-¡Sí! –gritaron al unísono.

-¿Conoce usted a Apollinaire? –me preguntó. Yo puse cara de circunstancias y entonces él volvió a dirigirse a sus alumnos para declamar-:

-“Venid hasta el borde, les dijo”

- “Tenemos miedo, podríamos  caer” –respondieron ellos como en una siniestra letanía.

-“Venid hasta el borde, les dijo –repitió el profesor-: Ellos fueron, les empujo…”

-“¡Y VOLARON!” –explotaron los alumnos enloquecidos, al tiempo que se precipitaban hacia el abismo con la intención de saltarlo.

Me tapé los ojos temiendo lo peor, pero afortunadamente todos consiguieron alcanzar el otro lado. Entre toses y escupitajos se felicitaron los unos a los otros.

-¿Qué le ha parecido, eh? – me preguntó el profesor. Tenía en la cara dibujada una sonrisa de orgullo y satisfacción.

-Están locos –protesté un tanto mareado, más por el siniestro espectáculo que acababa de presenciar que por la ración de alcohol.

Dejé el vaso en el suelo y di media vuelta. Mientras bajaba escuché de nuevo sus carcajadas amplificadas por el eco. Me envolví de nuevo entre mis cartones y me dormí.

No sé cuánto tiempo habría pasado cuando me despertó una voz:

-¡Eh, mirad! Es el puto mendigo, vamos a queimarlo.

-¿Por qué no lo grabamos? ¡Eh, Bolas!, saca ese pedazo de móvil.

Al poco sentí el resplandor y el calor del fuego rodeándome.

Me incorporé un poco y sonreí. Ahí tenía la ocasión que tanto había buscado, por fin podía morir; sólo tenía que esperar a que las llamas se acercaran y se cebaran sobre mí.

Con el crepitar de papeles y cartones se mezclaban los chillidos de excitación de los pirómanos. Saltaban y se movían igual que antes en la azotea, más excitados si cabe. Parecían animales enloquecidos por el olor a muerte. Obviamente, no podían imaginar que mi intención era quedarme tranquilamente entre los escombros, sonriendo y agradeciéndoles el gesto.

Sin embargo, mi sencillo plan no salió como esperaba. Cuando las llamas se hicieron más altas y amenazantes y comenzaba a notar su calor sofocante, justo antes de lanzarme su mortal dentellada, oí un comentario que interrumpió el trance en el que me hallaba –pues me había concentrado para darle un poco de trascendencia a mi paso a mejor vida-:

-¡Muerte a los mendigos!

-¡Muerte a los inmigrantes!

-¡Mueran las ratas!

-¡Heil Hitler!

-¡Viva Franco!

La sonrisa beatífica que iluminaba mi rostro hasta ese momento se borró de golpe y la fiera dormida que tenía en mis entrañas -el poderoso orgullo que he debido heredar de mis antepasados y al que ya me he referido-, se sintió herida y pidió justicia. Su grito desesperado subió impulsado por los estertores del estómago hasta la garganta y allí eclosionó en un bramido terrible.

Tomé el pequeño bote de gasolina que me había regalado Rufus, rocié con rapidez la ropa que llevaba puesta, y la prendí. Esperé un momento para cerciorarme que las llamas no conseguían hacerme daño y de un salto atravesé la hoguera plantándome ante aquellos desgraciados.

Nunca olvidaré aquel momento sublime. Se quedaron helados, completamente inmóviles ante mí, los cuatro, muy juntos. Podía sentir el miedo entrándoles por la nariz, por la boca, por los ojos y por todos los poros de su piel, ese mismo miedo contra el que su profesor les había vacunado supuestamente.

Dejé pasar unos segundos. Quería que me vieran como un monstruo incombustible. Cuando por fin reaccionaron y comenzaron las exclamaciones de sorpresa, les amenacé de muerte y me abalancé sobre ellos. Entonces echaron a correr en todas las direcciones. Fui detrás del que me pareció que iba menos rápido.

Sentí cómo la rabia concentrada de toda una vida de sufrimiento e injusticia me daba alas, unas alas muy bonitas que echaban chispas. Logré darle alcance al borde de la autopista. En un intento desesperado por salvarse, el chico intentó cruzarla. Tal vez pensó que podía conseguirlo, tal y como había hecho antes en el precipicio. Pero aquella acción, igual que la otra, era una locura, y se estampó contra un camión que transportaba cerditos. También yo, sólo que con diferente suerte, lógicamente.

Recuperé la conciencia en un matorral. En cuanto recordé lo sucedido salí corriendo, como huyen todos los héroes buenos de la escena del delito después de habar ejecutado su venganza. Y así, pensando en Superman, volví a mi túnel con Rufus.

-Me huele a chamusquina –observó con una sonrisa irónica.

Entonces le conté una excusa, una mentira piadosa, como hace siempre Superman en estos casos.

-Te veo más contento que de costumbre –observó.

(Del libro "Sociedad en crisis, puro cuento")

http://www.youtube.com/watch?v=jOKJWPa3uGM